RUFIÁN
            Uno
            de los muchos nombres de las mujeres dedicadas a la
            prostitución era el de rúfula, diminutivo de
            rufa (variante de rubra). El adjetivo rufus,
            rufa, rufum (una variante de ruber, rubra,
            rubrum) aunque en principio significó
            "rojo" y se usó para designar a los
            pelirrojos, acabó distanciándose de su origen, de
            modo que se repartieron los colores entre ambas
            palabras: el rojo encendido pasó a ser el ruber;
            mientras que el más apagado (de color, que no de
            calor) pasó a llamarse rufus. De ahí
            saldrán nuestros rubio, rubia y rubiales.
            Al ser el moreno el color propio de los romanos, los
            pelirrojos y los rubios llamaban mucho la atención;
            tanto que a quien lo era, se le distinguía con el
            apodo de Rufus, es decir "el
            Pelirrojo" o "el Rubio". Lógicamente
            las mujeres rubias hacían furor, por lo que ése fue
            el color elegido por las prostitutas para atraer a la
            clientela. Llegó a ser como un distintivo del oficio
            (en otros tiempos y lugares fueron los labios
            pintados de rojo, en otros la cinta roja, en otros
            los picos pardos...); de manera que rúfula =
            rubita (el diminutivo es una característica
            inseparable del oficio) pasó a ser sinónimo de
            prostituta. Aquí se produce un vacío léxico que
            habría que llenar con un hipotético rufulanus,
            en el latín coloquial y en el bajo latín, que
            sería el que tiene por oficio comerciar con las rúfulas.
            No cuesta demasiado justificar la evulución a rufián;
            ni tampoco la pérdida de la primera sílaba para
            llegar a fulano. No es más que una
            hipótesis, pero con cara y ojos.
            El
            significado que le asigna desde siempre el
            diccionario a este término, abona su antigüedad. En
            el siglo XIV está bien documentada esta palabra
            (antes debió mantenerse como un vulgarismo indigno
            de pasar a la escritura) y tiene ya el valor de
            "hombre que se dedica al tráfico de
            rameras"; y por extensión, y como gravísimo
            insulto, "hombre sin honor, perverso,
            despreciable" y también "espadachín de
            oficio y asesino de alquiler". De todos modos
            para saber de verdad quién era el rufián y cuál su
            consideración social, hay que hacer el recorrido por
            los diversos nombres que ha tenido y el tratamiento
            que le ha dado la ley. En Roma se le llamó leno (recordemos
            las casas de lenocinio, un cultismo para denominar
            los establecimientos dedicados a la prostitución):
            un oficio tan mal mirado que lo ejercían esclavos o
            ciudadanos de la peor ralea. Tenían nota de infamia
            (próximamente
            me ocuparé de ella), que conllevaba la muerte
            civil: se les retiraba la custodia de los hijos,
            se les privaba del derecho a participar en la vida
            pública y se les inhabilitaba para disponer de sus
            bienes inmuebles y para testar. Su testimonio no se
            consideraba válido, por lo que ni siquiera podían
            ejercer el derecho de defensa cuando eran acusados
            ante los tribunales; en consecuencia estaban
            expuestos a la pena de muerte ya fuese judicial o
            administrativa. Si ese era el trato que les daban las
            leyes, no era mejor el que recibían de las gentes.
            Eran profundamente despreciados, expuestos a los
            insultos y a los malos tratos. Como tapadera de su
            oficio ejercían de perfumistas y regentaban
            establecimientos de baños (nos recuerda a las casas
            de masajes); la hostelería y las barberías eran
            otras dos pantallas y fuentes de clientela de que se
            servían. En los establecimientos de poca monta el
            mismo leno se ocupaba de concertar las citas y
            de negociar el precio. A cambio de sus servicios se
            quedaba con un porcentaje. En los de postín había
            un gran número de esclavos al servicio de las rufas-rúfulas
            y sus clientes.
            Mariano
            Arnal
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