La estupidez merecería figurar entre
las virtudes humanas; pero he aquí que, como tantas otras, alguien la
colocó en la lista de los defectos, y ahí se quedó.
Viene del latín stúpeo, stupere,
stúpui, que significa sentir estupor, quedar maravillado. Fueron
los mismos romanos los que asignaron valor despectivo a esta palabra,
porque fueron ellos los que consideraron que no era bueno, en general,
dar ocasión a los que nos rodean de conocer nuestros sentimientos.
Completan el campo léxico de stupere, el
incoativo stupescere, en el que la desinencia funciona de
refuerzo, con lo que se refuerza el significado, pero a la baja:
pasmarse, quedarse atónito, cortado, sin saber qué decir. El
adjetivo stúpidus no tiene necesariamente significado
despectivo. Se usa preferentemente para designar al
"estupefacto", "aturdido", "extasiado",
"pasmado"; pero es igualmente apto para insultarle a uno y
hacer que suene a "estúpido, necio, tonto, insensato, bufón,
inculto". En cambio, la palabra stupefactus no
tiene connotación negativa ni en latín ni en español. Significa
estupefacto, atónito, aturdido. El verbo Stupefacio,
del que procede el anterior, significa asombrar, pasmar, paralizar,
dejar estupefacto (a otro). Y su forma pasiva stupefío
quedarse pasmado, aturdido paralizado (por la acción de otro).
Vemos, pues, que en conjunto todo este grupo
léxico era bastante tolerante con la estupidez; incluso la palabra
"estúpido" no era del todo ni necesariamente insultante. Se
podía decir con intención descriptiva. En nuestro lenguaje, en
cambio, las palabras estúpido y estupidez están cargadas de mala
intención, y así andamos todos huyendo de semejantes calificativos.
Porque en nuestra cultura hemos progresado mucho, respecto a los
romanos, en la ocultación y el camuflaje de nuestros sentimientos. La
consigna es no inmutarse por nada, no maravillarse de nada, hacer ver
que uno está de vuelta de todo, que no viene del pueblo, que no es
tan fácil sorprenderle. La cosa empieza en ficción y acaba en
verdad. De tanto hacer "como si", acaba siendo verdad
aquello que se aparenta. Al final ya no te maravillas de nada, ya nada
te sorprende, ya nada te causa estupor. Así no es fácil que te
cataloguen de estúpido o estúpida.
Pero he aquí que eso hace la vida muy
aburrida: sin emociones, sin nada que te sorprenda, que te llamen la
atención, la vida se te pone de un gris plomizo. Y entonces, viene el
gran invento: los estupefacientes. Son unos productos mágicos
que te lo hacen ver todo nuevo, maravilloso, sorprendente; gracias a
los cuales recuperas momentáneamente la capacidad de estupefacción.
Por fin vuelves a saber lo que es el estupor, la sorpresa, la
admiración. Lo que la educación te quitó, la química te lo
devuelve. Te haces químicamente estupendo. En resumen, huyendo
de la estupidez, fuimos a dar de bruces en los estupefacientes.
Para ese viaje, más vale ser estúpido, que al fin y al
cabo no es nada malo.