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ANTIBIÓTICO

Es bien cierto eso de que las ideas mueven el mundo: siempre las intuiciones geniales van muy por delante de las experimentaciones. Aunque suene raro, el microscopio es criatura de los microbios, y no a la inversa. Primero se creyó en ellos sin verlos, y luego se desarrolló la técnica hasta ser capaz de mostrarnos lo que habían intuido los genios. Lo mismo pasó con los átomos, con la célula, con el ADN... con tantas realidades microscópicas y telescópicas. El teléfono, la televisión, el radar, el láser, primero fueron pensados e incluso denominados, y luego fabricados. Es bien cierto que en estos casos el nombre, la idea estaba en el origen de las cosas, y que gracias a la idea (¡a la palabra!) se produjeron. Éste fue también el caso de los antibióticos. En la búsqueda de desinfectantes se pensó que el mejor de todos tenía que ser el antimicrobio. Como idea, era impecable. Lo difícil era encontrarlo. Así que se lanzaron los científicos a la búsqueda de los antimicrobios específicos de cada microbio. Pasteur definía muy claramente en 1877, 50 años antes del descubrimiento de la penicilina, por dónde tenían que ir las investigaciones: "Es en los seres inferiores, más todavía que en las grandes especies animales y vegetales, en donde la vida impide la vida. Un líquido invadido por un fermento organizado o por un ser aerobio, permite difícilmente la multiplicación de otro organismo inferior, aun a pesar de que este líquido, considerado en cuanto a su estado de pureza, sea apropiado para la nutrición de este último. Todos estos hechos permiten tal vez abrigar las mejores esperanzas desde el punto de vista terapéutico. Esta idea de la concurrencia vital, es decir que en un mismo caldo de cultivo no podían coexistir dos especies antagónicas, dio lugar al desarrollo del bacteriófago de D’Hérelle y a los fermentos lácticos de Metchnikoff. Se trataba en cualquier caso de dar con el microbio inocuo que devorase al microbio nocivo.

Lo que pilló de sorpresa tanto a Fleming como a los demás científicos, fue que se tratase de un vegetal (un hongo), y ni siquiera el mismo hongo, sino unas determinadas secreciones del mismo lo que acabaría siendo el antibiótico por excelencia, el que consiguió vencer en su propio medio a los microbios más mortíferos que estaba soportando el hombre: el gonococo, el meningococo, el estafilococo, el estreptococo, el neumococo y otros que se fueron añadiendo a medida que se desarrolló la penicilina. Fleming estaba al acecho de nuevos inhibidores bacterianos. Por eso, cuando una de las muchas veces que al levantar la tapa de las cajas de Petri se formó por la inevitable entrada de aire una colonia de hongos en el margen de una de las colonias de estafilococos, se dio cuenta de que estos últimos se mantenían a buena distancia del moho. Si Fleming no hubiese llevado tiempo tras el misterioso antibiótico, no hubiese sido capaz de observar ese cambio, que estaban hartos de soportar todos los que investigaban con ese instrumental, ni de interpretar provechosamente aquellas observaciones. Fue la idea del antimicrobio que llevaban persiguiendo los científicos desde hacía bastantes años, la que obró el milagro. Así que el antimicrobio o antibiótico (de anti =contra, más bioV / bíos = vida), no era una fantasía, sino que existía realmente. Darle cuerpo a esta idea fabulosa a partir de una realidad tan modesta, costó enormes esfuerzos tanto científicos como económicos. La palabra antibiótico se convirtió en espléndida realidad.

Mariano Arnal

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