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LÉXICO

HOSTILIDAD 

La hipocresía, definitivamente instalada como forma de vida, nos lleva a condenar a los que rompen las hostilidades, pero no a quienes crean y fomentan la hostilidad. Resulta que el mismo concepto en singular es bueno, y hasta santo; y en plural es malo. Suspender las hostilidades sin acabar con la hostilidad es aplazarlas tan sólo, pero sin resolver el fondo del problema. Romper las hostilidades, dice el diccionario de R. J. Domínguez, es comenzar la guerra un pueblo contra otro por medio de cualquier acto violento, de una invasión, de una escaramuza cualquiera. Previamente, a ese pueblo se le ha declarado enemigo (hostis). Para hostilidad se dan los significados de animosidad y oposición constante, que desemboca en reyerta, disputa, contienda; la cual, elevada a nivel nacional se convierte en agresión armada de un pueblo, ejército o tropa, que constituye de hecho el estado de guerra. Casi nada. 

Donde mejor se ve lo que es la hostilidad es en su verbo genuino, hostigar, que se usa con los valores de importunar, perseguir, atormentar, acosar a alguna persona con hechos o palabras, en burlas o en veras, sin dejarla tranquila un momento.// Perseguir un animal con incansable constancia, atacarlo por todos los costados, excitarlo para que se enfurezca, para que salga de su madriguera, para que huya, etc. (ibid.) Los más moderados se conforman con el hostigamiento sistemático. Los violentos son más expeditivos: van derechos a las hostilidades. Pero en el ánimo de unos y otros anida el mismo sentimiento de hostilidad. ¿Y eso qué es? 

Hostílitas es la palabra latina que dio origen a nuestra hostilidad, un término culto que conserva el significado que le dieron los romanos. Deriva de hostilis, adjetivo que se  refiere a todo cuanto tiene que ver con el enemigo (hostis), con la hostilidad, con el hostigamiento y con la guerra. Hostilis ánimus es el ánimo hostil; hostilis terra, la tierra hostil o enemiga; hostilia fácere es romper las hostilidades, atacar. Y hostilis nos remite finalmente a hostis, que tendrá muchos números para acabar siendo la hostia (ver web) por naturaleza, por necesidad intrínseca. ¿Y quién es este hostis? Pues nada más y nada menos que el extranjero, el forastero, el que no es de los nuestros. Ese es el “no amigo”, el in-amicus, el enemigo por definición, por principio. Y no importa que esté fuera, en su país, o que sea huésped en el nuestro; sigue siendo el extraño, y por tanto el enemigo. 

Por coherencia léxica la hostílitas (una palabra muy poco usada en latín) es una cualidad del hostis, es decir del extranjero; que por serlo es de por sí enemigo mientras su anfitrión no declare lo contrario. La hostilidad por tanto nunca la pone el autóctono, que es el bueno de la película haga lo que haga, mientras se lo haga al hostis, al de fuera; la hostilidad la pone siempre este último por el simple hecho de estar ahí; porque es un acto de flagrante hostilidad estar ahí siendo extranjero (hostis). La simple calidad de extranjero (dentro de un país o demasiado cerca de él) constituye por sí mismo un acto de hostilidad que debe ser reprimido sin contemplaciones. Ese era el inimicus natural de los romanos. El de fuera, pues, siempre es hostil mientras sea “el de fuera”. Por eso el primer paso para poder hostigar impunemente a alguien es colgarle la etiqueta de “de fuera”, que es lo mismo que decir “usurpador”, “enemigo”, “hostil”. Los romanos reservaban los plenos derechos de ciudadanía exclusivamente para los autóctonos; y asignaban la condición de ciudadanos de segunda, sin derecho de sufragio y sin otros derechos, a los que no acreditaban el suficiente grado de “romanidad”. Ese es también el recurso de las nuevas naciones que instauran nuevas condiciones de nacionalidad, de las que quedan excluidos los que a partir de esa nueva era se llamarán extranjeros (en latín hostes = enemigos), gentes hostiles a quienes hay que poner en su sitio: fuera.

Mariano Arnal

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