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ARTICULOS - ECOLOGIA

OLFATO PENETRANTE Y PALADAR EXIGENTE

Los filósofos, que antes de Sócrates se llamaban más acertadamente sabios, han ido siempre muy por delante de los científicos. De hecho, la misma palabra investigación nos indica el orden de precedencia: si no hay unos vestigios, unas huellas, la ciencia no tiene hacia dónde ir. Y no es precisamente con los procedimientos empíricos como se llegan a definir los vestigios, sino mediante la especulación. La naturaleza lo sabe muy bien: es el del olfato el sentido más indicado para descubrir huellas; por eso, mejor sabueso es el que tiene mejor olfato. Quien es capaz de unir puntos entre sí para dibujar con ellos las huellas de la sabiduría con que se construyó el mundo, no es por cierto el investigador, el seguidor de huellas, sino el husmeador, el especulador, el sabio. Éste es el que se empeña en entender el mundo; en descubrir cómo está construido; en meter su fina nariz en todo; en llevárselo todo a la boca, para dar con su sabor; porque sólo le interesan las cosas que saben a algo. Es el filósofo, el antiguo sabio, el que finalmente nombra a las cosas por aquello a lo que saben, que es en fin de cuentas el único aspecto del ser y del existir que nos interesa. Por eso de los nombres que los sabios pusieron a las cosas, emana el olor y el sabor de las mismas cosas: son nombres en los que se percibe directamente aquello que nombran. Así las propias palabras cosmos, universo y mundo como síntesis de toda la realidad; así el átomo como principio más elemental constitutivo de la materia; así la propia materia como madera, material de construcción tanto funcional como ornamental por excelencia; así la molécula, como primer y más elemental sistema de disposición de los átomos en pequeñas moles para formar tanto los cuerpos simples (elementos) como los compuestos; así el cristal; así la célula; así el espíritu; así la energía, palabra maravillosa que nos habla del trabajo que hacen en sí mismas las cosas para ser lo que son, y que luego la ciencia ha constatado que sí, que efectivamente la materia "trabaja" (a una velocidad de 300.00 kilómetros por segundo) para ser, para mantener su consistencia, de modo que si se rompe lo que ha de ser irrompible, esa fuerza pasa a "trabajar" desbocada hacia fuera, y sus efectos son apocalípticos… Es que los grandes pilares sobre los que está construido el saber acerca del mundo y de nosotros mismos, no se han levantado sobre la ciencia, sino sobre la sabiduría. ¿Qué pasó con Newton? Pues sencillamente, que dirigió su olfato hacia algo que hasta entonces nadie había considerado que pudiera servir de alimento, y descubrió uno de los saberes fundamentales, gracias al cual todas las cosas, desde el polvo hasta las estrellas, tienen otro sabor. Si Newton no hubiese sido primero un sabio, nunca le hubiera dado a la ciencia el impulso enorme que le dio. Estos sabores intensos han dejado su resabio en el cielo de nuestro paladar colectivo: todos ellos se sustentan en nombres luminosos que muestran las cosas sin velarlas. Son nombres que han precedido siempre (a menudo en siglos) a las investigaciones mediante las cuales han comprobado luego los científicos la autenticidad de su contenido. Esa es la fuerza de los nombres precursores. Los que van detrás de las cosas, en cambio, los que se han tenido que improvisar para no dejar sin nombre a nuevas cosas, raramente son capaces de lucir tanta claridad.

EL ALMANAQUE examina hoy la molécula; uno de esos nombres fruto de la especulación filosófica, cuya autenticidad avaló posteriormente la ciencia.