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ARTICULOS - ECOLOGIA

¿POR QUÉ LAS HOJAS SON VERDES?

Las hojas siempre fueron verdes, y el mar azul marino, y el cielo azul celeste, y las manzanas maduras caen del árbol, porque sí, porque las cosas son como son. Esa es la respuesta que siempre se ha dado el hombre, si es que en algún momento se ha hacho preguntas así de impertinentes o así de incómodas. La misma que damos a los niños cuando preguntan obviedades, más por el placer de sostener como sea conversación con nosotros, que por verdadero interés de saber. Y cuando alguien se obstina en sus absurdas preguntas, y se empeña en llevar sus indagaciones hasta el final, se mete en unos berenjenales de los que tarda años en salir. Es lo que le ocurrió a Newton intentando averiguar por qué le cayó la manzana o la nuez mientras dormía la siesta a la sombra del manzano o de la noguera, y es lo que le pasó al químico alemán Willstätter, al que le dio la ocurrencia de averiguar por qué las hojas eran verdes. En realidad le costó poco averiguar esta parte: eligió una hortaliza intensamente verde, la espinaca, y se las ingenió para aislar a base de alcohol, éter de petróleo, agua, acetona y algunos otros enredos, el verde de las hojas, que consiguió obtener en forma de finísimo polvillo verde. Pero claro, no había llegado al final. Quería saber de qué estaba hecho ese polvillo. Llegó pronto a la conclusión de que se trataba de un clásico compuesto cuaternario, es decir que entraban en su composición el Carbono, el Hidrógeno, el Oxígeno y el Nitrógeno (CHON, como recurso mnemotécnico; por las Castillas, al cerdo lo llaman "chon"). Sí, pero con estos cuatro elementos, Willstäter sólo conseguía explicar el 97,28% del peso total de la molécula de "sustancia verde"; le faltaba un 2,72%. Hasta tenía contados los átomos y definida su organización. Sabía que eran 137, de los que 136 correspondían a los cuatro elementos básicos; así que le faltaba un solo átomo, que por su gran peso tenía que ser metálico. El hierro, el fósforo y el magnesio eran los tres candidatos. Había que saber a toda costa cuál de los tres era el metal que formaba parte de esa célula. Así que nuestro químico, que contaba con un prestigio y un presupuesto ilimitados, ocasionó que la fábrica de conservas de Lenzburg (Suiza) a la que había encargado la materia prima, esquilmase todos los campos de espinacas de los alrededores, y tuviese que recurrir a Italia para que le mandase todas las espinacas que pillase, para desecarlas y obtener de ellas ese finísimo polvo verde, que les estaba tiñendo a los operarios la cara, las manos, las ropas… Fueron vagones y vagones de espinacas, que había que lavar con un esmero exquisito y desprender de las pencas, para obtener los barriles de polvillo verde que necesitaba el profesor Willstäter para localizar el átomo de metal en torno al que se estructuraba la molécula de clorofila, que así la habían denominado un siglo antes. Y todo para descubrir que ese átomo era de magnesio, efectivamente. Esto ocurría a principios del siglo XX. A partir de aquí, con la ayuda del microscopio se pudo averiguar cómo se formaba esa sustancia, y cuál era su papel en la vida vegetal. La pasión por contribuir a responder a esa pregunta ingenua de por qué son verdes las plantas, atrajo a muchos otros científicos, que de la misma tacada dieron con la célula, con la respiración de las plantas, con la renovación del oxígeno, con el almidón, con la fotosíntesis…

EL ALMANAQUE, intentando rastrear el origen y la razón de ser de las palabras que nos explican el mundo y la vida, se detiene hoy en la clorofila.