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ARTICULOS - ECOLOGIA

EL CONTINENTE POR EL CONTENIDO

Si las palabras designasen con rigor las cosas, se parecerían demasiado a los números, y perderían la gracia, la plasticidad y la originalidad (y algunas veces el estigma) que le da a cada una su creador, sea éste el pueblo, un poeta, o un técnico que necesita forjar una nueva palabra para denominar una nueva realidad. En la formación de palabras se recurre inevitablemente a los tropos, es decir, a la asignación de nuevos significados, guiándose siempre por reglas analógicas. Los tropos o traslaciones de significado más corrientes son, según la gramática, la metáfora, la sinécdoque y la metonimia. A esta última los romanos la llamaban transnominatio, que se entiende mucho mejor, y los retóricos hypálage (¡ya son ganas de complicar la vida al pobre estudiante con palabras ininteligibles!). La asignación del nombre del continente al contenido, es una de las metonimias clásicas. Ya ni caemos en la cuenta de que a causa de estos artificios, decimos cosas muy raras, con las que sin embargo nos entendemos perfectamente. Es imposible beberse un vaso, sea cual sea su contenido; y sin embargo al hablar decimos que nos bebemos un vaso. Y para aclararlo más, nos referimos al contenido con la forma gramatical propia del complemento de materia, cuando lo propio sería decir que nos bebemos el agua de un vaso. Por eso cuando el ordenador nos sugiere correcciones, hay algunas dignas de las antologías del disparate. Es que la inteligencia artificial no está para tantas sutilezas. Con la palabra ventana, tampoco es menudo el salto de la realidad al nombre: está claro que procede de viento, y es el hueco dejado o practicado en la pared de un edificio a una cierta distancia del suelo, para dar ventilación tal como dice la palabra, (por eso eran muy pequeñas en su origen, y luego se ensancharon para dar también luz). Pero sucede que en la actualidad tendemos a asignar el nombre de ventana a las cristaleras y postigos que tapan el hueco, más bien que al propio hueco. Pues bien, algo parecido le ocurre a la palabra célula: fue la forma de celdilla que descubrieron en la estructura de la materia vegetal, lo que les indujo a darle este nombre aun antes de conocer cuál pudiera ser su naturaleza. Acabó de tener pleno sentido cuando los que andaban tras la clorofila, a la hora de partir una hoja en dos rebanadas, para ver si descubrían dónde y cómo se guardaba ésta en las hojas, se encontraron con que la sección de la hoja recordaba al panal de las abejas por su gran similitud con él: en efecto, toda la hoja estaba dividida en celdillas formadas por unos tabiquillos que se asemejaban a los del panal. Y como si la clorofila fuese la miel de las plantas, en cada celdilla había una gota de clorofila. Era evidente que a eso que tenían delante, fácilmente observable al microscopio, el nombre de celdilla le iba como anillo al dedo. Claro que el nombre tenía su pleno significado al aplicarlo al conjunto formado por el continente y el contenido, es decir a la celdilla y al tesoro que guardaba. Habían dado con el principio de organización de la materia viva: descubrieron que al igual que ocurre con la materia inerte, todo está compuesto por la multiplicación indefinida de una estructura simple, en la que prevalece la forma de celdilla. El nombre era realmente afortunado, por lo que se desestimaron las desviaciones del modelo estándar, a las que se aplicó este mismo nombre.

EL ALMANAQUE sigue en la exploración de las grandes palabras que dan cuenta de la naturaleza. Hoy nos quedamos en la célula.