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ALMANAQUES Y CALENDARIOS

Los ALMANAQUES, a lo largo de su historia, han ofrecido de todo: desde los antiquísimos conocimientos astrológicos y los consejos médicos a ellos ligados, hasta las doctrinas religiosas, el teatro, la música, la historia, la política, la filosofía, las ciencias, la navegación (almanaques astronómicos), las noticias de sociedad, el comercio, toda actividad humana y todo conocimiento.

Los ALMANAQUES han sido siempre calendarios con contenidos dosificados día a día, constituyendo por ello una apreciadísima alternativa de los libros y las revistas especializadas.

Fieles a esta memorable tradición, Los editores de EL ALMANAQUE ofrecemos, además de la edición diaria completa, los siguientes ALMANAQUES ESPECÍFICOS, con el objeto de que cada uno pueda elegir el de su preferencia

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LA RELATIVIDAD DEL TIEMPO 

Durante los días festivos en que celebrábamos el salto que hemos dado del año 2000 al 2001; del siglo XX al XXI, y del segundo al tercer milenio, hemos ofrecido a nuestros lectores una considerable variedad de calendarios y almanaques.  

Para ir completando este catálogo en la medida de nuestras posibilidades, iremos ofreciendo a lo largo de este mes la explicación más clara y detallada posible de los elementos que definen y diferencian cada calendario. 

La visión de todos en conjunto y su comparación, nos permitirá ver con total claridad que la medida del tiempo sólo llegó a ser una cosa obvia, a partir de la consolidación cada vez más firme del calendario. Antes de la reforma juliana del calendario romano, era imposible que los romanos sintiesen la medición del tiempo como algo seguro, objetivo y estable; puesto que el calendario sufría anualmente variaciones que dependían del capricho de los sacerdotes, generando desplazamientos tan notorios del calendario religioso-civil respecto del tiempo astronómico, que las fiestas de marcado sentido agrícola (por ejemplo las relacionadas con la siega, con la vendimia, con la siembra, con la germinación...) acababan cayendo muy lejos de aquello que se celebraba, y las estaciones quedaban desplazadas de forma patente. 

La contemplación simultánea de distintos calendarios nos permite ver de un golpe de vista, que la fijación de eras (estamos en el dosmilésimo primer año de la era cristiana, en su vigésimoprimer siglo y en su tercer milenio) es algo que depende de la voluntad de los pueblos que adoptan cada uno de los calendarios. 

Hay que observar que si bien sólo el siglo y el milenio se escriben en forma ordinal (los números romanos tienen valor ordinal), sin embargo sólo los milenios son escritos y nombrados como ordinales; mientras que los siglos se escriben en forma ordinal, pero se nombran con el número cardinal; y los años se escriben y se nombran como cardinales, aunque en rigor también son ordinales, puesto que con ellos se lleva la cuenta del año en que estamos desde el acontecimiento con el que inauguramos la era: en nuestro caso, el Nacimiento de Jesucristo (aunque empezó siendo su encarnación, y por eso se celebraba en marzo el inicio del año). 

Hay que observar de paso, pues no somos conscientes de ello, que la simple adopción de un calendario constituye de por sí una profesión de fe colectiva: el calendario occidental es una declaración explícita de nuestra adscripción a la civilización cristiana (no se trata tan sólo de una cultura, sino de una marcada y extensísima línea cultural, es decir de una civilización). Por eso la revolución francesa, empeñada en cambiar de civilización, llegó a remover hasta los mismos cimientos del cristianismo: instituyó su propio calendario. 

La contemplación, pues, de distintos calendarios vigentes, y de la evolución de nuestro propio calendario, nos lleva a la constatación de que la medición del tiempo es algo objetivamente muy difícil, que le ha exigido a la humanidad un ingente esfuerzo de inteligencia y de coordinación. 

Y es que a poco que analicemos, en seguida caemos en la cuenta de lo difícil que es armonizar las cinco unidades básicas de medida de todo calendario: el día, la semana, el mes, la estación y el año, porque cada unidad depende de un fenómeno astronómico distinto: el día depende de la rotación de la Tierra; el mes (que en origen significa lunación) y su subdivisión en cuatro semanas, depende de las fases de la luna; las estaciones se establecieron para denominar dos, tres, y finalmente cuatro grandes variaciones climáticas (para que tuvieran un referente astronómico, se fijaron por constelaciones); y finalmente el año, que depende de la traslación de la Tierra alrededor del Sol, siendo el trazado de cada una de las órbitas lo que da la medida del año. 

El problema se plantea cuando nos empeñamos en compatibilizar al Sol, a la Luna y a la Tierra. Y no hay manera de hacer coincidir las tres medidas: en el año no caben ni un número exacto de días, ni un número exacto de meses lunares. Y si observamos por fin que todo calendario además de marcar el tiempo, señala los ritos, celebraciones y conmemoraciones de los elementos de la cultura en cuestión, categorizados según su importancia, tendremos una visión razonable del valor de cada almanaque o calendario.  

Mariano Arnal

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