En la colección de los ismos, que son, por
simplificar, los posicionamientos doctrinales, detrás del término feminismo se formó,
como su negativo y como su justificación, el machismo. Si feministas eran quienes
propugnaban que las mujeres (las féminas) eran merecedoras de los mismos derechos que los
hombres (sufragistas se llamaron las primeras, puesto que pedían el derecho de sufragio,
es decir de voto, que no tenían, claro, por ser mujeres), a los hombres que actuaban como
si estuviesen convencidos (no habían necesitado planteárselo, puesto que nunca habían
visto otra cosa) de que ellos eran superiores a las mujeres y por ende tenían más
derechos que ellas y además derecho sobre ellas, a esos los llamaron machistas (la
feminista proclama su fe, al machista lo proclaman ellas; feminista es un elogio, machista
un insulto). Pero faltaba el término que englobase a ambos, al machismo y al feminismo:
se forjó, pues, el de sexismo, con el que se alude a la actitud discriminatoria a
causa del sexo. Y así se habla de educación sexista, distribución sexista de roles y
trabajos, juguetes sexistas, etc. La palabra como tal no tiene mayor misterio.
Pero he aquí que quienes con mayor ahínco condenan el sexismo, son los que
incurriendo en flagrante contradicción, introducen en la política (y justo y nada más
que en la política) una filosofía y una praxis descaradamente sexista: la de las famosas
cuotas (sexuales, ¿no?). A lo mejor, vaya usted a saber, es un último esfuerzo a
la desesperada por mantener en la humanidad la diferencia sexual, el gran esprint por
perpetuar, ni que sea en la política, el recuerdo y con él los respectivos ritos del
doble sexo. Quién sabe si no estarán instituyendo un sacramento antropológico que
cierre el paso al tercer sexo. A lo mejor es uno de esos casos en que la historia (Dios
para los tradicionalistas) escribe recto con renglones torcidos. Porque claro, si el gran
objetivo es la equiparación de ambos sexos, dejémonos de tonterías: es en el tercer
sexo, el común, el epiceno, el ambiguo, el utrunque, o como quiera que acabe
llamándosele, el que con mayor fidelidad recoge el espíritu antisexista; sería a este
sexo, por tanto, al que se debería primar y discriminar positivamente para el ejercicio
de la política. ¿Que por qué a la hora de primar a un sexo sobre los demás, se ha
elegido el femenino? Pues porque a la hora de hacer el balance, con esta política son
muchos más los votos que se cosechan que los que se pierden. ¿Y cuándo se empezará la
campaña a favor de las cuotas del tercer sexo? Pues cuando esté claro que haciéndolo se
van a ganar votos. Mientras no sea así, los homosexuales no tendrán cuota en los
partidos y en los organismos políticos. Mientras esperamos a que dé un vuelco la
situación, relegaremos el sexismo a la escuela y a la juguetería procurando, eso sí,
obviar la educación equilibrada, de manera que cada uno y cada una pueda elegir
libremente y con conocimiento de causa entre macho, hembra y entreverado. No es fácil que
eso ocurra en muchos años: la libertad sexual y la aceptación sin ningún género de
restricciones de todas las opciones sexuales en plano de igualdad, se estrella ante las
puertas de la escuela
y las de la política. Así de claro está el tema en teoría.
Los autores y promotores de estas teorías, deberían explicar por qué no está igual de
claro a la hora de la verdad, es decir de los hechos.