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EL DIA A DIA

HEMOS DE DECIDIR CÓMO LLAMARLO

No nos engañemos, al final las cosas acaban siendo no lo que son, ni siquiera lo que parecen, sino lo que las llamamos. No podemos andar llamando de cualquier manera a una célula humana fecundada, no importa si por clonación o por generación, porque según cómo la llamemos, nos pillamos los dedos y algo más. Es cierto que precisamente con la fecundación de una célula se inicia una nueva vida, un nuevo individuo; pero hay que evitar ambas palabras en la denominación de la nueva realidad resultante, y sobre todo hay que evitar el uso del adjetivo humano, porque automáticamente convertimos ese material en intocable, y no se trata de eso. Descartado, pues, que una célula humana fecundada sea el kilómetro cero de una nueva vida humana; desestimada por reaccionaria y retrógrada la idea de que la de la fecundación es la primera hora de la vida de un nuevo ser; desechado el principio de que la vida es sagrada desde el punto alfa hasta el punto omega; asentados todos estos principios indispensables para mantener el tema totalmente abierto, se trata de ponerle a eso un nombre tan abierto y manejable como sea posible. Una célula humana fecundada no es más que un embrión. ¿Un embrión humano? ¡No, claro que no, cómo va a ser eso humano! Es un embrión a secas. Hemos de entender que es un vicio del cristianismo ese de creer que va Dios y en el momento de la concepción, es decir desde la primera hora de vida, le asigna un alma a cada individuo y le hace sujeto de derechos en el orden religioso. Vamos, como en la Seguridad Social, que no se puede trabajar ni una hora sin estar asegurado. En genética eso no va tan riguroso: a efectos de manipulación genética, el embrión no está previsto que sea sujeto de derechos; es decir son quince días sin ningún género de derechos. Pero ¿cómo se puede discutir siquiera que pueda tener derechos una cosa así? A los quince días, prohibidísimo seguir con la explotación genética, porque eso ya no es un embrión, sino un feto. Y aquí sí, con la ciencia hemos topado. Pero sólo de momento. Como en el rascar, todo es empezar. No tardarán en descubrir los hombres de ciencia, que los fetos no tienen alma, y que por tanto no hay que andar con ellos tan remilgosos. Si al fin y al cabo los derechos del embrión y del feto son cuestión de plazos, leyes no faltarán que vayan ampliando los plazos a tenor de la demanda. Como dicen que hacen en China, que ajustan las ejecuciones a la demanda de órganos por parte de los centros médicos de Occidente. Esto de los plazos, los romanos lo calcularon muy bien: un recién nacido seguía siendo un feto hasta tanto no se celebraba la ceremonia de aceptación de la criatura por parte del padre, en la que ésta se convertía en sujeto de derechos. Mientras seguía siendo un feto, hasta ocho días después del nacimiento, los padres podían deshacerse de él libremente, como si de un aborto se tratase. Era una ley de plazos sumamente generosa y cómoda, que tenía muchas ventajas de carácter eugenésico y demográfico. Si a eso lo hubiesen llamado niño o niña y le hubiesen puesto un nombre, no hubiesen podido resolver el problema de forma tan brillante. Por eso hay que ser muy cuidadoso con los nombres que se les ponen a esas cosas de la investigación y la explotación genética. Y definir los fines. Mientras sea por motivos terapéuticos primero, luego sociales, luego económicos, se podrá ir dando cada vez un paso más. Como en el aborto.

EL ALMANAQUE se detiene hoy en la palabra y el concepto de clonación.